Grecia está pasando por la misma reestructuración económica y social por la que atraviesan todos los países occidentales. Pero la sociedad griega estaba organizada según relaciones informales —clientelismo político, redes de solidaridad basadas en relaciones de parentesco, contratos interpersonales o entre grupos, sustentados en la «palabra» o en el honor de las implicadas— que daban consistencia al tejido social, pero eran totalmente contraproducentes desde el punto de vista de la economía capitalista. En consecuencia, los «ajustes» han equivalido a una desestructuración social más radical que en otras sociedades. No sólo ha tenido que desmantelarse el Estado del «bienestar», sino también el entramado de relaciones sociales que caracterizaban la punta sureña de los Balcanes.
Por otra parte, lo que sufrimos tanto en Grecia como en todo el mundo occidental, en la coyuntura actual, es un proceso global. Es la reestructuración posfordista de la economía y de la sociedad.1 Vivimos la imposición del mando capitalista, que intenta superar las posibilidades de resistencia social que provocaba el modelo fordista. Actualmente, la explotación se basa en una reorganización del contrato social, que incluye la libertad, la iniciativa y la responsabilidad de los sujetos, mucho más que en el fordismo. En el curso de esta reestructuración, se dan dos procedimientos complementarios: la terciarización de la economía y la generalización del endeudamiento.
Así que no tiene sentido romanticismo alguno o admiración de las luchas en Grecia. Allí actúa una contingencia específica, irrepetible y única. No debemos caer en el error psicológico que nos hace interpretar los conflictos lejanos como más interesantes que nuestras experiencias inmediatas. Las huelgas, las manifestaciones y los disturbios en algún país extranjero brillan en las pantallas de nuestros ordenadores porque no los vivimos en carne propia. Allí siempre pasa casi todo, aquí nunca pasa casi nada. Allí hay pasión, determinación, seriedad; aquí, aburrimiento, miedo, incoherencia. Nada nuevo bajo el sol: lo que hacen las demás tiende siempre a volverse objeto de envidia.
Pero la realidad es mucho más cruda que nuestras idealizaciones. En Grecia existe tanto miedo, cansancio y decepción como aquí —después de los últimos cambios gubernamentales y políticos, esto es algo que ya insinúa todo el mundo—. Porque, después de la lucha en las calles y la subida al gobierno de la izquierda «radical», las cosas han vuelto a su cauce exactamente como antes. El expolio se mantiene con la misma intensidad.
Son idénticas las esperanzas, decepciones y posibilidades que aparecen tanto aquí como allá: una reestructuración capitalista basada en la gestión de la deuda. Alternativas de partidos de izquierda que intentan detener dicha reestructuración mediante cambios gubernamentales. Y unos movimientos contestatarios que no consiguen repeler o socavar el ataque neoliberal y capitalista.

La deuda como corazón de la economía y de la vida actual

Pues bien, en Grecia se ha visto que la deuda está ya en el corazón del sistema actual de explotación. No hablamos sólo de la deuda de los Estados sino de toda la deuda que, en el capitalismo tardío, ha llegado a ser el eje central del mundo de las finanzas y también elemento de importancia creciente en la vida cotidiana. Ahora, cada vez más, no es la persona empresaria capitalista que explota a las trabajadoras sino la persona endeudadora que obliga a las asalariadas o autónomas a trabajar mientras les priva de los frutos de su actividad o, mejor dicho, mientras realizan una actividad que no les pertenece. El capital bancario financiero condiciona cualquier actividad económica. En consecuencia, condiciona cualquier actividad social, que chocará inevitablemente, en algún momento, con la cuestión del dinero. La resistencia obrera clásica fordista —centrada en la fábrica— queda imposibilitada en la medida en que la persona endeudada no puede ya luchar como una trabajadora, porque tiene la culpa —según el imaginario que sostiene el sistema de la deuda— de no haber sido lo suficientemente responsable. Una persona endeudada no puede resistir, dado que su punto de partida suele ser la búsqueda de una acomodación personal.
El endeudamiento es una eficaz forma de control. Y, cuando la deuda es estatal, la culpa es colectiva. El espíritu de responsabilidad de la persona endeudada se difunde por todo el cuerpo social. La idea es ser responsable, colaboradora, cívica, porque las deudas deben devolverse para salir adelante, sin meterse en «aventuras». Ese justamente es el espíritu que consiguió dominar en Grecia, aunque hubieran intensas luchas en las calles durante los pasados años, y aunque en las elecciones ganase un partido que pretendía ser rupturista. También ese es el espíritu que impera aquí, en Cataluña y en el Estado español. Negaciones y resistencias a medias, porque el individuo moderno siente aún que tiene todo por perder en el caso de aventuras sociales y colectivas.
«Cumplir con la deuda» es un significante central en la vida social hoy en día. La usuaria que marca el billete, aunque la puerta mecánica esté abierta y la posibilidad de control sea mínima, cumple con su «deuda» como ciudadana responsable. La estudiante que trabaja sin cobrar en concepto de «prácticas» cumple con su «deuda» ante la capitalista que le permite aprender el trabajo que realiza. Vender la fuerza de trabajo o tener que pagar por un bien público adquiere el aspecto de una compraventa de servicios entre proveedoras y clientas.
Se crea pues una red de proveedoras y clientas en todos los ámbitos de la economía y de la vida social, que tiende a sustituir o a encubrir las relaciones de mando. La «deuda» es la «moneda» —el equivalente abstracto— de esta red de intercambios. La deuda es el mecanismo que sostiene la generalización de la terciarización de la producción capitalista. Es lo que circula y conecta a las colaboradoras —clientas y proveedoras—. No es casualidad que Varoufakis se refiriese a la UE, el FMI y el BCE como our partners.
Es por eso que —insistimos— la responsabilidad de la colaboración entre «proveedoras y clientas» —sea de mercancía-bienes, mercancía-servicios o mercancía-dinero— ha encubierto la cruel relación entre «trabajadoras» y «patronas». Es mas fácil apelar a la responsabilidad personal o colectiva en el marco de la relación proveedora-clienta que en una relación asalariada o explícita de mando. Y, en el caso de no cumplimiento de lo pactado o de impago de la deuda, la vida de la persona endeudada se hunde en una precariedad extrema, que se vive además desde una posición de culpa individualizada. Evidentemente, no importa si alguien protesta diciendo «yo no he pedido préstamos». Otras los han pedido en su nombre.
Cuando alguien se encuentra en situación de impago, su existencia se vuelve miserable para que funcione como contraejemplo para las otras endeudadas. Es importante para el capital y sus aliados políticos no dejar abierta la posibilidad de que el no cumplimiento de la deuda pueda salirle barato a la persona endeudada. Porque no se trata de un elemento decorativo o periférico de la economía actual, sino que la economía capitalista del tardocapitalismo está dirigida por este elemento. Hoy, la deuda es el corazón del capital: estar endeudada es tener que producir plusvalía. Los enfrentamientos de clase de la época fordista han sido desplazados por conflictos bastante más controlables sobre deudas estatales, institucionales o privadas.

La imposibilidad de una resistencia al capital bancario-financiero desde el Gobierno

Así que no debería impresionarnos la imposición de las directrices de las instituciones europeas e internacionales a las vagas resistencias del Gobierno griego. Había que demostrar, tanto a las poblaciones como a las personas, que there was no alternative. Y esa demostración no era algo que dependiera de la voluntad política personal de los Merkel, Hollande, Sarkozy, etc. Dependía del ensamblaje indisoluble entre mercados financieros y Estados. La posibilidad de romper el vínculo sencillamente no existe y, por tanto, las pretensiones de ruptura mediante cambios gubernamentales son puras ilusiones. Hoy en día, el 80 % del dinero que circula a escala europea es deuda. En consecuencia, las potencias endeudadoras tienen un poder más que significativo no sólo sobre las endeudadas sino —lo más importante— sobre el funcionamiento de las economías estatales y de la economía global. Cualquier Estado puede romper con los mercados financieros sólo para volver inmediatamente a ellos, incluso si cuenta con su propia moneda.
Nos atrevemos a decir que «la ruptura» que muchas soñaron con el Gobierno griego y con Syriza era pura farsa. No puede reactivarse la economía siguiendo recetas keynesianas en el ámbito nacional. El keynesianismo2 era una alternativa para el desarrollo económico en una época en la que la «economía real» era más importante que la economía «virtual». El Estado podía apoyar el poder adquisitivo, aumentar la liquidez, hacer inversiones. Eso era antes; ahora esto se ha vuelto técnicamente imposible. El Gobierno griego intentaba pactar con los Estados europeos y las instituciones respectivas el inicio de una vuelta al keynesianimo (nacional) y pedía así a las relaciones capitalistas retroceder a una fase anterior de su desarrollo. No podía hacerse tal cosa.
Vivimos en la época poskeynesiana, dominada por la terciarización de la economía y de la vida social —es decir, la extensión de la relación proveedora-clienta— y la generalización de la deuda como forma de intercambio económico-social y también como forma de control. El margen de maniobra de cualquier gobierno ante el capital —financiero-bancario—, siempre limitado, se ha vuelto escaso e insignificante. Evidentemente, siempre existe la posibilidad de un impago. Sin embargo, la economía globalizada actual no tiene salidas hacia el «exterior». Lo incorpora todo, de una o otra manera, y siguiendo diferentes metodologías. Dicho de otro modo, no es posible romper con la economía global, aunque niegues la deuda, aunque salgas del euro, etc. El imperio puede fragmentarse en pedazos mayores o menores, pero sus flujos no dejarán de atravesar las fronteras; sean flujos de dinero virtual, recursos naturales o personas que huyen…

La posibilidad de una alternativa real por parte del movimiento contestatario

No podemos dejar de insistir en la incoherencia palpable de los sueños izquierdistas-socialdemócratas. No obstante, decir que no hay espacio para actuaciones políticas desde los gobiernos no implica que no haya espacio para resistencias políticas contra y fuera de los mercados financieros. Pero esa política no es la política del gobierno, o de la gobernanza, sino la política de los de abajo, que se organizan para construir e imponer sus alternativas económicas y sociales.
La proliferaciones de proyectos autogestionados en materia de salud, educación, calidad de vida o vivienda muestran que es posible salir de manera material y concreta del desierto mercantilista. No hablamos aún de una potencia significativa, hablamos sólo de una semilla: nuestros proyectos parecen a veces tan ensimismados, tan encerrados y tan endogámicos que desesperan —un reciclaje de estilos, modas, estéticas o de peleas que, a veces, nos hacen parecer un jardín de infantes—. No obstante, estos proyectos materializan, hasta cierto punto, nuestra esperanza.
Lo más importante es comprender que esta potencia colectiva debe constituirse como una alternativa coherente y pragmática para oponerse tanto al capital y al Estado como a las pseudoalternativas de izquierdas. Las bases de dichas propuestas deben caracterizarse por el máximo pragmatismo posible. Esto no equivale, en ningún caso, al abandono de la orientación anticapitalista y antiparlamentarista de las luchas. Pragmatismo significa que los objetivos de nuestras luchas y nuestras prácticas deben surgir después de una argumentación lógica a su favor que tenga en cuenta el contexto y las exigencias materiales de la vida, y no de modo axiomático, como resultado de una actitud moral.
Su análisis puede ser objeto de otro texto. Por el momento, digamos que hay que abandonar las consignas abstractas y poner en su lugar lo que ha funcionado a lo largo de la historia del movimiento contestatario: control y revocabilidad de los delegados. Expresión de la «voluntad colectiva» mediante una diversidad de mecanismos participativos cotidianos, autoorganizados y vinculantes. Obligación de las personas que tienen cargos públicos de ocuparlos por cortos períodos de tiempo y volver a su vida normal y a su profesión después de ello. Y por último, si bien no menos importante, expansión de estos mismos principios a la vida económica —es decir, fin de la gran propiedad privada—. Es evidente que este último punto tiene implicaciones especialmente conflictivas.

Se pueden plantear una serie de ejes generales de nuestro proyecto, que disipen algunas confusiones ideológicas que han caracterizado a menudo el discurso rupturista. Sería interesante tener claros los siguientes puntos:

-No existe sociedad sin leyes. Vivir en sociedad significa vivir bajo algún tipo de ley. El tema es, evidentemente, si entre la ley y la justicia hay una relación de continuidad. El tema es que esa ley sea resultado de la voluntad colectiva y social o producto de la burocracia gubernamental y de intereses sociales minoritarios. Si la ley es aprobada porque la gente está resignada y apática o porque ha sido libremente construida por ellos. ¿Puede cambiar la ley según la voluntad de la personas o dicha voluntad es bloqueada y manipulada? Sociedad libre es aquella sociedad en la que la pregunta «¿Cuál es la ley justa?» queda siempre abierta.

-No existe sociedad sin estructuras políticas representativas. En las sociedades complejas en que vivimos es imposible organizar la vida sólo mediante pequeñas asambleas y su coordinación directa. En algún grado, es necesaria la existencia de representantes, encargadas de tomar decisiones, puesto que es prácticamente imposible que todo pase por las asambleas. Desde luego, el tema es que las asambleas ejerzan un control efectivo sobre estas representantes y de qué manera. La democracia liberal es el régimen en el que las representantes están totalmente independizadas de la voluntad popular, se han profesionalizado y hacen política de puertas para adentro. Nos oponemos al Parlamento porque es el instrumento primordial de esta política. Sin embargo, entendemos que no podemos prescindir de los procesos de representación política, aunque sí cambiar sus características.

-No existe sociedad cuya economía no incluya algún tipo de mercado. Nunca ha existido economía y sociedad sin mercado. El mercado es el lugar del intercambio de bienes materiales y es imposible vivir sin ese intercambio. Pero mercado no significa «mercado capitalista». La sociedad actual no sólo utiliza el mercado sino que ese es uno de sus ejes más importantes. El mercado capitalista no es sólo un lugar de intercambio, sino que dicho intercambio es una fase de la explotación de la fuerza de trabajo. Hay que acabar con ese mercado para sustituirlo por otro, más limitado, sin explotación y gran propiedad y que, además, no viole los valores de solidaridad social y equidad.

Quizás este planteamiento pueda parecer distante del lenguaje que suele utilizarse en determinados ámbitos y círculos políticos contestatarios. Es posible que no se considere lo suficientemente «radical». No obstante, está extraído de la experiencia de las revoluciones sociales del pasado y del presente. En consecuencia, propuestas de este tipo u otras similares son más radicales —porque tienen en cuenta la realidad— que otras que aspiran a crear un improbable paraíso en la tierra.

La incapacidad del movimiento contestatario —incluido el de Grecia— de organizarse sobre demandas que, aunque radicales, sean claras y comprensibles, y no sólo eslóganes, ha conducido a la impotencia actual y al florecimiento de las pseudoalternativas partidistas y estatistas. Es el momento de adaptar nuestros sueños a la realidad que nos rodea. Sin lugar a dudas, muchísimas personas se negarán a hacerlo —la maduración política tiene un coste emocional a veces grave—. Pero es el único camino para que no nos fagociten más los gobiernos de «las nuestras» como nos han tragado los gobiernos «de las otras». Para afrontar la decepción, hay que poner los pies en la tierra.