* Amplio fragmento extraído del artículo publicado en Lundi matin tras los atentados de noviembre de 2015 en París. >> https://lundi.am/La-guerre-veritable, 18 de diciembre de 2015 << El consejo editorial de Una Posició se ha limitado a traducirlo al castellano.

 

 

 

Lo que hemos empezado no tiene que ser confundido con ninguna otra cosa, no puede ser limitado con la expresión de ningún pensamiento y todavía menos con lo que es justamente considerado como un arte. Es necesario producir y comer: muchas cosas son necesarias que todavía no son nada y esto pasa igualmente con la agitación política.

¿Quién sueña antes de haber luchado hasta el final con dejar espacio a hombres que es imposible mirar sin sentir la necesidad de destruirlos? Pero si no pudiera encontrarse nada más allá de la actividad política, la avidez humana no encontraría más que el vacío.

NOSOTROS SOMOS FEROZMENTE RELIGIOSOS y, en la medida en que nuestra existencia es la condenación de todo aquello que es reconocido hoy en día, una exigencia interior quiere que nosotros seamos igualmente imperiosos.

Lo que nosotros empezamos es una guerra.

Georges Bataille: «La conjuración sagrada», Acéphale, n.° 1, París, 1936.

 

 

Comunicadores y gobernantes, que ya no pueden pretender seriamente vender la «seguridad» que tan manifiestamente incapaces son de asegurar a ninguno de sus sujetos, se han lanzado sobre las últimas masacres parisinas para refundar su retórica. «Estamos en guerra», no dejan de repetir, con el ligero éxtasis que acompaña siempre el manejo de un nuevo juguete. He ahí una retórica que, seguramente, van a poder ensayar pero no emplear, como hubieran dicho Arnauld y Nicole.1 Ya que si «nosotros» estamos en guerra, entonces, ¿qué habría de anormal en que comandos de fuerzas especiales del adversario vinieran a atacar las ciudades del país? ¿Qué habría de más normal que la caída de civiles, que carnicerías asimétricas? ¿No es eso «la guerra» desde 1939 y quizá desde 1914? ¿Cómo, entonces, puede reprocharse al enemigo que actúe bárbaramente, cuando no hace sino practicar el arte contemporáneo de la guerra —el que manda, por ejemplo, abatir desde un dron a un dirigente militar adversario con su familia, al azar, cuando la ocasión se presenta—? Pero, sobre todo, si solo hubo en Argelia «acontecimientos» como el de la bomba en el Milk Bar o en el casino de la Corniche,2 a los que respondían «operaciones de policía», pasando ellas también por masacres, bombas, desplazamientos forzados, campos, tortura, si solo hubo entonces «acontecimientos» y no una «guerra», qué significa que se hable actualmente de «guerra»? Podemos apostar que cuando el pobre François Hollande, en el último sótano de la popularidad, decidió intervenir en Mali y después en Irak, algún consejero militar le susurró al oído, preocupado: «Pero, señor Presidente, se da cuenta de que tal intervención aumentaría considerablemente el riesgo de atentados en suelo francés?», y que nuestro consejero general promovido a jefe de los ejércitos le respondiera, en un tono falsamente grave, un lacónico: «Sí». Es que el antiterrorismo, desde hace tiempo, ha probado sus maravillosos efectos en el caso de dirigentes en situación de descrédito integral, y que, en los tiempos que corren, es preferible ser juzgado por sus enemigos más que por sus resultados.

No se sabe bien por qué, pero las masacres reivindicadas por ISIS parecen tener la virtud de desencadenar, como respuesta, arrebatos de extrema confusión y, en muchos, raras crisis de hipocresía. Como si el reino efectivo de la hipocresía en casi todos los ámbitos, en las sociedades occidentales, no pudiera defenderse más que por un incremento de la misma droga; lo que no puede llevar, al final, más que a una sobredosis fatal. Así, no podemos atribuir a una falta de información el hecho de que un dibujante de moda reaccione a los atentados con un bocadillo que dice: «La gente que ha muerto esta noche estaban fuera para vivir, beber, cantar. No sabían que se les había declarado la guerra». En el tiempo de las redes sociales, hay que estar singularmente borracho para pretender ignorar que las fuerzas armadas francesas se encuentran sobre una buena media docena de teatros de operaciones exteriores, y que ciertas intervenciones, especialmente en Mali, en Siria, en Irak y todavía en Afganistán, han calentado bastante algunos espíritus bombardeados. No mencionamos aquí la militarización del mantenimiento del orden, las muertes de manifestantes a golpes de granada aturdidora, ni otros tuertos por balas de goma; ¿que quedaría del confort del dibujante si se enterara de que todo gobierno lleva adelante una guerra continua por el control de su población? Y qué quedaría de su desenvoltura reivindicada si se enterara de que su champagne, su «alegría» y su «follar» están un poco situados, sociológica, cultural y éticamente, en una palabra: que su «libertad» es la de los vencedores.

Todo este tema de la «libertad», que se encuentra triturado desde hace tres días a lo largo de tuits, artículos y discursos, suena por otra parte bastante falso. Suena como una manera grosera de tirarse flores. En primer lugar, porque no seremos los primeros en defender la antigua tesis de que la libertad empieza por el hecho de no temer a la muerte, y que en dicha materia parece que los asaltantes del último viernes3 estén un poco más emancipados que «nosotros». Después, porque la libertad de la que cada uno disfruta en el mercado sexual, profesional, cultural o simplemente social está tan estrictamente enmarcada por la feroz competencia reinante que esta libertad merecería más bien el nombre de «terrible servidumbre». En fin, porque la libertad del «yo hago lo que quiero con mi pelo / con mi coño / con mi polla / con mi lengua, etc.» tiene sin embargo, al día siguiente, una vez sobrio, todo el aspecto de algo perfectamente insignificante. El proverbio burgués que, desde la Edad Media hasta Michelet,4 no ha dejado de pregonar que «el aire de la ciudad emancipa» (Stadtluft macht frei) está tocado por la misma caducidad que todo lo que la burguesía ha inventado: el trabajo tampoco hace ya libre, y desde hace bastante tiempo. Como prueba, el aire de la metrópoli te deja más bien solo, conectado, deprimido, miserable, narcisista, sociable, competitivo, duro, oportunista, follador, follado, en resumen: todo lo que se quiera, pero no libre.

La doxa del momento quiere que lo que ha sido atacado sea «nuestro estilo de vida», aquel que se encarnaría, los viernes por la noche, en el fútbol, los bares hipster y los conciertos de rock; un modo de vida desacomplejado, liberal, libertino, ateo, transgresor, urbano, festivo, etc. Eso sería Francia, la civilización, la democracia, los «valores»: la posibilidad de vivir sin creer en nada, una vida posterior a la «muerte de Dios», es lo que querrían justamente abatir sus fanáticos. El único problema es que todas las caracterizaciones de este «estilo de vida», hechas por tantos de sus exaltados o melancólicos partidarios, coinciden, casi exactamente, con lo que no han dejado de censurar algunos pensadores occidentales a los que se está de acuerdo en reconocer, en otras circunstancias, una rara lucidez. Leed las columnas periodísticas, los editoriales de estos días y tomad el número 5 del prólogo de Así habló Zaratustra sobre los últimos hombres. Tomad La conjuración sagrada de Bataille. Tomad toda La persuasión y la retórica de Michelstaedter. […]

La cosa más necia que puede hacerse cuando algo o alguien es atacado es defenderlo porque ha sido atacado. Es un vicio cristiano bien conocido. No hay que defender a «Francia»; ¿qué es hoy «Francia»? París, los hipsters, el fútbol o el rock, porque han sido golpeados. La primera página de Libération sobre los atentados no cambia en nada la que había sido anunciada inicialmente y que trataba, curiosamente, sobre el cáncer social y humano que son los hipsters en el corazón de las metrópolis, y más especialmente en París. La especie de golpe de Estado emocional que quiso, durante el mes de enero de 2015, convertir a Charlie Hebdo en «Francia», no conseguirá, esta vez, imponer la identificación con una cierta forma de vida metropolitana. La pequeña-burguesía-cognitivo-comunicacional, la fiesta, el ligar, el salariado conectado, el hedonismo del treintañero cool no conseguirán hacerse pasar por nuestro «estilo de vida», «nuestros valores», ni tampoco por la «cultura». Es una cierta forma de vida, como hay tantas otras en esta época, en este país, y no suscita la ternura. La instrumentalización de los atentados hecha por ciertos propagandistas con el fin de asegurar la hegemonía moral de esta forma de vida no puede contribuir más que a convertirla en odiosa.

La situación es la siguiente: nos encontramos frente a dos fundamentalismos. En primer lugar, el fundamentalismo económico de los gobiernos. De derecha, de izquierda, de extrema derecha o de extrema izquierda, no hay en todo el espectro político otra cosa que partidarios de la economía, del cálculo, del trabajo, de la medida, de la contabilidad y de la ingeniería social. Y, en segundo lugar, el fundamentalismo ideológico de los partidarios del Califato. Ni uno ni otro están dispuestos a discutir el menor de sus artículos de fe, en el momento en que sus religiones están igualmente acabadas, no sobreviviendo sino a fuerza de voluntarismo, de masacres absurdas, de crisis sin fin, de encarnizamiento terapéutico. Hay un fanatismo evidente en responder a la crisis del neoliberalismo con un desencadenamiento del mismo. Si nadie está dispuesto a morir por la economía, nadie, en Occidente, ha tenido escrúpulos en matar, o en dejar morir, en su nombre. El día a día en Francia da suficiente testimonio de ello. El efecto de estupefacción que han producido los ataques del viernes responde por otro lado a su carácter espectacularmente antieconómico: ¿existe un acto más enigmático, más inexplicable para el calculador racional que intenta maximizar su utilidad y su satisfacción, que esta banda de chavales que destruyen a toda pastilla algunas vidas humanas para finalmente darse muerte? Puro capital humano, cultural, social, pacientemente acumulado, con esfuerzos cotidianos, llegado a la edad de su máxima productividad, sacrificado por nada, diría el economista aterrado. ¿Qué han ganado con eso? ¿No lo han perdido todo, sin ninguna razón? Quienes hablan en este caso del «misterio del terrorismo» olvidan precisar que este misterio existe solamente desde el punto de vista de la economía. No ven que está hecho adrede: el gozo del suicida que tira sobre la muchedumbre consiste justamente en reducir a la arrogante criatura económica al rango de rata, pisando a sus semejantes que gimen por el suelo para sobrevivir; consiste en hacer estallar la superioridad de su falsa trascendencia frente a la miserable inmanencia del struggle for life («lucha por la vida»). Si hay ahí un ataque contra una cierta felicidad, reside tanto en la masacre como en el reflejo, después de la carnicería, de defender esa felicidad —ya que una felicidad que tiene que defenderse no tarda nunca en convertirse en una mentira—.

Que puedan los atentados del viernes y los que no dejarán de llegar, visto el engranaje que los gobernantes han escogido desencadenar deliberadamente, volvernos más verdaderos y menos distraídos, más profundos y menos hipócritas, más serios y más comunistas. Esta es, para nosotros, la verdadera guerra, aquella que, en Occidente, merece que se arriesgue la vida: la guerra para acabar con la economía. Pero he aquí también una guerra que no se lleva adelante a golpe de carnicerías espectaculares, por muy antieconómicas que sean. Es una guerra esencialmente indirecta. Es con el comunismo vivido como se hace retroceder a la economía, lo que no excluye asestar oportunamente golpes audaces. La construcción de un comunismo sensible es más que nunca la única cosa capaz de abrir una grieta en la pesadilla histórica de la que intentamos despertarnos.

1.Antoine Arnauld (1612-1694) y Pierre Nicole (1625-1695), miembros del movimiento jansenista. (N. de los E.)

2.La guerra insurgente del Frente de Liberación Nacional Argelino (FLN) pasó de atentar contra objetivos policiales y militares, siguiendo la espiral ascendente de acción-reacción causada por la «guerra sucia», a atentar en bares y locales de ocio frecuentados por la juventud francesa colonizadora. Una vez perdida por Francia la guerra de Indochina, en la que Vietnam obtuvo una primera independencia, el ejército francés desarrolló en Argelia las tácticas de guerra sucia contrainsurgente que, desde la Escuela de las Américas, se extendieron después al mundo entero. (N. de los E.)

3.Por el viernes 13 de noviembre de 2015. (N. de los E.)

4.Jules Michelet (1798-1874), historiador francés. (N. de los E.)