A finales de 2012, el muy oficial Center for Disease Control estadounidense difundía, para variar, una historieta. Su título: Preparedness 101: Zombie apocalypse. La idea aquí es simple: la población debe estar lista para toda eventualidad, una catástrofe nuclear o natural, una avería generalizada del sistema o una insurrección. El documento concluía así: «Si usted está preparado para un apocalipsis zombi, está preparado para cualquier situación de emergencia».
La figura del zombi proviene de la cultura vudú haitiana. En el cine estadounidense, las masas de zombis sublevados sirven crónicamente como alegoría de la amenaza de una insurrección generalizada del proletariado negro. Es pues, sin duda, para eso para lo que hay que estar preparado. Ahora que ya no existe ninguna amenaza soviética que blandir para asegurar la cohesión psicótica de los ciudadanos, todo es bueno para hacer que la población esté preparada para defenderse, es decir, para defender al sistema. Mantener un pavor sin fin para prevenir un final espantoso.
Toda la falsa conciencia occidental se encuentra resumida en ese cómic oficial. […] Los Walking Dead son los salary men. Si esta época enloquece por unas puestas en escena apocalípticas, que ocupan buena parte de la producción cinematográfica, no es solamente por el goce estético que este género de distracción autoriza. Por lo demás, el Apocalipsis de Juan tiene ya todo el aspecto de una fantasmagoría hollywoodiense, con sus ataques aéreos de ángeles desbocados, sus inenarrables diluvios, sus espectaculares plagas. Nada salvo la destrucción universal, la muerte de todo, puede procurar al empleado urbanizado el remoto sentimiento de estar con vida, a él que, de entre todos, es el menos vivo. […]
La vida es un aplazamiento, nunca una plenitud
[…] En 2007, escribimos que «lo que nos hace frente no es la crisis de una sociedad, sino la extinción de una civilización». Este género de declaraciones te hacía pasar en aquel momento por un iluminado. Pero «la crisis» ha pasado por ahí. E incluso ATTAC se atreve a hablar de una «crisis de civilización» —con eso está todo dicho—. Más interesante es lo que escribía, en otoño de 2013 en el New York Times, un veterano estadounidense de la guerra de Irak que se volvió asesor en «estrategia»: «Hoy, cuando escruto el futuro, veo el mar asolando el sur de Manhattan. Veo motines por el hambre, huracanes y refugiados climáticos. Veo a los soldados del 82o regimiento disparando a saqueadores. Veo averías eléctricas generales, puertos devastados, los desechos de Fukushima y epidemias. Veo Bagdad. Veo las Rockaways sumergidas. Veo un mundo extraño y precario. […] El problema que plantea el cambio climático no es el de saber cómo va a prepararse el departamento de Defensa para las guerras por los recursos, o cómo deberíamos levantar diques para proteger Alphabet City, o cuándo evacuaremos Hoboken. Y el problema no se resolverá con la compra de un coche híbrido, la firma de tratados o apagando el aire acondicionado. El mayor problema es filosófico, se trata de comprender que nuestra civilización está ya muerta». Tras la Primera Guerra Mundial, la civilización sólo se hacía llamar «mortal»; y lo era, innegablemente, en todos los sentidos del término.
En realidad, hace ya un siglo que el diagnóstico clínico del fin de la civilización occidental fue establecido, y ratificado por los acontecimientos. Disertar en esa dirección no ha sido desde entonces más que una manera de distraerse del asunto. Pero es sobre todo una manera de distraerse de la catástrofe que está ahí, y desde hace largo tiempo, de la catástrofe que somos nosotros, de la catástrofe que es Occidente. Esta catástrofe es en primer lugar existencial, afectiva, metafísica. Reside en la increíble extrañeza en el mundo por parte del hombre occidental, la misma que exige, por ejemplo, que el hombre se vuelva amo y poseedor de la naturaleza —sólo se busca dominar aquello que se teme—. No ha sido a la ligera que éste ha puesto tantas barreras entre él y el mundo.
Al sustraerse de lo existente, el occidental lo ha convertido en esta extensión desolada, esta nada sombría, hostil, mecánica, absurda, que debe trastornar sin cesar por medio de su trabajo, por medio de un activismo canceroso, por medio de una histérica agitación de superficie. Arrojado sin tregua de la euforia al estupor y del estupor a la euforia, hace el intento de remediar su ausencia en el mundo con toda una acumulación de especializaciones, de prótesis, de relaciones, con todo un montón de chatarra tecnológica al fin y al cabo decepcionante. De manera cada vez más visible, él es ese existencialista superequipado que no para hasta que no lo ha ingeniado todo, recreado todo, al no poder sufrir una realidad que, por todas partes, lo supera.
[…] No es el mundo el que está perdido, somos nosotros los que hemos perdido el mundo y lo perdemos incesantemente; no es él el que pronto se acabará, somos nosotros los que estamos acabados, amputados, atrincherados, somos nosotros los que rechazamos de manera alucinatoria el contacto vital con lo real. La crisis no es económica, ecológica o política, la crisis es antes que nada de la presencia.
Tanto es así que el must de la mercancía —típicamente el iPhone y el Hummer— consiste en un sofisticado equipamiento de la ausencia. Por un lado, el iPhone concentra en un solo objeto todos los accesos posibles al mundo y a los demás; es la lámpara y la cámara fotográfica, el nivel del albañil y el estudio de grabación del músico, la tele y la brújula, el guía turístico y los medios para comunicarse; por el otro, es la prótesis que barre con cualquier disponibilidad hacia lo que está ahí y me fija en un régimen de semipresencia constante, cómoda, que retiene en sí misma, y en todo momento, una parte de mi estar-ahí. Recientemente se lanzó incluso una aplicación para smartphones que supuestamente remedia el hecho de que «nuestra conexión las 24 horas al mundo digital nos desconecte del mundo real a nuestro alrededor». Se llama alegremente «GPS for the Soul». En cuanto al Hummer, se trata de la posibilidad de transportar mi burbuja autista, mi impermeabilidad a todo, hasta los rincones más inaccesibles de «la naturaleza»; y de volver intacto de ellos. El hecho de que Google anuncie la «lucha contra la muerte» como el nuevo horizonte industrial dice bastante de cuánto se equivoca uno acerca de qué es la vida.
A un paso de su demencia, el hombre incluso se ha proclamado una «fuerza geológica»; ha llegado hasta a darle el nombre de su especie a una fase de la vida del planeta: se ha puesto a hablar de «antropoceno». Una última vez, se atribuye el rol principal, incluso acusándose de haberlo destrozado todo —los mares, los cielos, los suelos y los subsuelos—, incluso golpeándose el pecho por la extinción sin precedentes de las especies vegetales y animales. Pero lo más destacable es que, produciéndose el desastre por su propia relación desastrosa con el mundo, él se relaciona siempre con el desastre de la misma desastrosa manera. Calcula la velocidad a la que desaparecen las masas de hielo flotante. Mide la exterminación de las formas de vida no humanas. No habla del cambio climático desde su experiencia sensible: tal pájaro que ya no vuelve en el mismo período del año, tal insecto cuyas estridulaciones ya no se escuchan, tal planta que ya no florece al mismo tiempo que tal otra. Habla de todo eso con cifras, promedios, científicamente. Piensa que tiene algo que decir tras haber establecido que la temperatura va a elevarse tantos grados y que las precipitaciones van a disminuir tantos milímetros. Habla incluso de «biodiversidad». Observa la rarefacción de la vida terrestre desde el espacio. Lleno de orgullo, pretende ahora, paternalmente, «proteger el medioambiente», que no le ha pedido tanto. Hay muchos motivos para creer que aquí yace su última huida hacia adelante.
El desastre objetivo nos sirve, en primer lugar, para ocultar otra devastación, aún más evidente y masiva. El agotamiento de los recursos naturales está probablemente bastante menos avanzado que el agotamiento de los recursos subjetivos, de los recursos vitales, que sorprende a nuestros contemporáneos. Si tanto se place uno detallando la devastación del medioambiente, es también para velar la aterradora ruina de las interioridades. Cada derrame de petróleo, cada llanura estéril y cada extinción de una especie es una imagen de nuestras almas harapientas, un reflejo de nuestra ausencia en el mundo, de nuestra íntima impotencia para habitar.
Fukushima ofrece el espectáculo de este perfecto fracaso del hombre y de su dominio, que no engendra más que ruinas —y esas llanuras japonesas intactas en apariencia, pero donde nadie podrá vivir por decenas de años—. Una descomposición interminable que acaba haciendo inhabitable el mundo: Occidente terminará por pedir prestado su modo de existencia a aquello que más teme: el desecho radioactivo.
Cuando se le pregunta a la izquierda de la izquierda en qué consistiría la revolución, se apresura a responder: «poner lo humano en el centro». De lo que no se da cuenta, esa izquierda, es de en qué medida el mundo está fatigado de la humanidad, de en qué medida nosotros estamos fatigados de la humanidad —esa especie que se ha creído la joya de la creación, que se ha estimado con total derecho a devastarlo todo, puesto que todo le correspondía—. «Poner lo humano en el centro» era el proyecto occidental. Llevó a donde ya sabemos. Ha llegado el momento de abandonar el barco, de traicionar a la especie. No existe ninguna gran familia humana que existiría de manera separada de cada uno de los mundos, de cada uno de los universos familiares, de cada una de las formas de vida que siembran la tierra. No existe ninguna humanidad, sólo existen terrestres y sus enemigos —los occidentales, sea cual sea el color de su piel—. Nosotros revolucionarios, con nuestro humanismo atávico, haríamos bien en fijarnos en los levantamientos ininterrumpidos de los pueblos indígenas de América Central y de América del Sur, durante estos últimos veinte años. Su consigna podría ser: «Poner la tierra en el centro». Se trata de una declaración de guerra al Hombre. Declararle la guerra, ésa podría ser una buena manera de hacerle volver sobre la tierra, si no se hiciera el sordo, como siempre. ··