En los enfrentamientos de los primeros meses de 2014 en Gamonal y en Can Vies se dio una verdad sensible. Un día tras otro, miles de personas querían estar presentes, en la calle, en la lucha, permanecer.
Esta verdad sensible consiste en el rechazo frontal a la monumental estafa que vivimos cada día, el intolerable régimen de la economía globalizada, de la crisis final que no termina nunca, de la política clásica, del capitalismo senil. Ese rechazo fue una toma de partido inmediata y masiva frente a un enemigo difuso que al fin apareció y se dio, se situó, estaba ahí en forma de cuerpo de policía. Y de partido político en el gobierno de la ciudad. Esa verdad sensible expresaba también la determinación, la camaradería y la alegría en la lucha, a veces audazmente preparada, otras veces caótica y confusa. Y apuramos el vaso como en un día de fiesta.
Devenir catástrofe, ingobernable, consistente
Durante esos días, en el partido del orden, el miedo residía en el devenir ingobernable de una situación potencialmente explosiva. Altas tasas de paro junto con la ausencia de prestaciones sociales —lo que para muchos significa ansiedad y pobreza—, una corrupción en metástasis que no deja de torpedear a los partidos políticos se combinan con un clima mediático que anuncia la mejora de la economía y un ambiente genial para los negocios de lujo.
Se informa de récords de beneficios en las grandes empresas y contratos estrella en países extranjeros, mientras se habla de malnutrición infantil en nuestros barrios como si nosotras no viviéramos aquí. Pequeñas empresas locales de tecnología punta no dejan de anunciar exitosos proyectos inquietantes, por ejemplo, el otro día El País publicaba, con este ingenioso titular: «Dejar el password por la cara», la noticia de la creación de un programa de reconocimiento facial que podría estar operativo en los bancos para el 2015.
No obstante, en el sistema financiero no ha sido hecha ninguna reforma relevante y los bancos siguen jugando a la ruleta rusa con las cabezas ajenas. El anuncio del BIS (Banco Internacional de Pagos de Basilea, cuyos accionistas son los principales Bancos Centrales del planeta) de que «con tipos de interés cercanos a cero desde hace ya más de seis años e inyecciones masivas de liquidez, se están creando burbujas en activos físicos o financieros que, inevitablemente, terminarán estallando» no merece sino una pequeña columna en la prensa a mediados de julio de 2014, que tilda la descalificación hecha por el Financial Times de «catastrofista». A pesar de que el BIS fue la única institución que advirtió del peligro financiero a mediados del 2000. En este país sabemos por experiencia qué significan las burbujas y su estallido. La situación de mierda en que vivimos, potencialmente explosiva, viene en buena medida del estallido de la burbuja inmobiliaria y ha sido alimentada alegremente durante años por banqueros, políticos y periodistas. En Barcelona, hay veinte desahucios diarios. En el Estado español, según el Instituto Nacional de Estadística, hay 750.000 hogares donde nadie tiene un empleo. Cada día se suicidan más de diez personas en este país. De esta forma, el número de suicidios es más elevado que el conjunto de muertos por accidentes de tráfico, laborales, asesinatos y homicidios.
A medida que avanzaba la semana de Can Vies, más bandas de chavales se animaban a participar en los disturbios. En el Ayuntamiento de Barcelona debieron de respirar aliviados viendo que finalmente la descentralización de la destrucción a otros barrios y pueblos se reducía a algunos conatos, además del ataque a algunas sedes del partido del gobierno fuera de la capital. De todas maneras, recuperamos Can Vies, una okupa con 17 años de existencia, un referente para varias generaciones. Un referente para toda Catalunya, pero sobre todo para Sants, un barrio que se organiza, que constituye una fuerza real. Un barrio que, a pesar de estar atravesado por todos los desbocados flujos metropolitanos, se puso «en pie de guerra», convocó a la defensa y, al final, venció.
El miedo de fondo, en nuestro entorno político, radicaba y radicará, fundamentalmente —y mientras no empiece a abordarse seriamente la cuestión—, en esa pregunta que es en sí misma una abertura: ¿Y qué pasa después?; después de una insurrección que acaba orientándose de manera revolucionaria. Quizá sea verdad que plantearse las buenas preguntas ya nos deja entrever una respuesta, o también que una época solamente se plantea las preguntas que puede resolver. En todo caso, la respuesta de algunos amigos: «la Revolución no es un acontecimiento lejos en el futuro, sino una línea que trazamos en el presente» es hermosa y cierta y, sin embargo, no es suficiente, como no ha sido suficiente en Egipto o en Ucrania. Una sabia intuición impregna la confusión reinante: si los gobiernos son gigantes con pies de barro, cuando caen lo que queda son las fuerzas organizadas. En Egipto, el Ejército, el último bastión en cualquier rincón del Imperio. En Ucrania, los fascistas proeuropeos y Rusia. En todas partes, los media, al lado de los tecnoburócratas de las empresas públicas y privadas, las torres de cristal y acero.
Si el tejido ético, técnico y material de las comunas, de los barrios, su consistencia y sus límites, es lo que está en juego, entonces hay que ponerse a la altura de semejante desafío.
La vieja historia del nihilismo
El abuelo de mi amiga se iba a la montaña con las armas en la mano […]. Ponía su vida en peligro. Era partisano. Nuestros abuelos todavía podían creer. No solamente en la idea de revolución, sino en la confianza puesta en los suyos.
Algo ha ocurrido entre el tiempo de nuestras abuelas y el nuestro. Entre Pasolini y nosotras. Y esto no es solamente la decisiva derrota de todos los asaltos al cielo y treinta años de contrarrevolución, sino, más radicalmente, la destrucción de la vida interior, de la fuerza espiritual y moral en Occidente. En una de sus vídeo-entrevistas, Pasolini intenta explicarnos gráficamente qué ha pasado; está en un pueblo de la costa italiana, Sabaudia, construido íntegramente por los fascistas, y dice algo así como que veinte años de fascismo no consiguieron cambiar ni un ápice los diversos modos de la cultura italiana en Módena, en Nápoles o en Roma. La gente conservó sus dialectos y sus maneras, más o menos ásperas, rudas o refinadas, pero, y sobre todo entre las clases populares, las personas eran seres de una pieza, uno no podía faltar a su palabra así como así. Sin embargo, en solo diez años, decía Pasolini, la sociedad tecnológica de consumo estaba dejando el país irreconocible, criando una casta de impresentables, idiotizados por la última moda y en los que no se puede confiar.
[…] Partisanos y maquis no son seres legendarios. En Europa, nuestras abuelas y abuelos cogían las armas y se iban al monte. Hacían pactos y los respetaban. Eso no quiere decir que su tiempo fuera mejor, menos poseído por deseos imperiales, o que haya que recuperar la tradición —a la tradición hay que arrancarla del conformismo, como decía Walter Benjamin—. Hoy y aquí, para superar el impasse en que nos encontramos, entre un deseo de revolución que nunca había sido tan ampliamente compartido y la incapacidad de pensar cómo hacerla, se trata de hacernos fuertes ahí donde habitamos, de dotarnos de los medios técnicos, materiales y organizativos necesarios para poder levantar un horizonte —deseable para cualquiera— que nos oriente hacia ese después del capitalismo del que tanto hablamos. Pero, sobre todo, hay que aprender a crear esa confianza que nos permita volver a creer. Para nosotros eso significa volver a aprender a jurar de verdad, mientras seguimos trazando en el presente la línea de un devenir revolucionario que ninguna certeza puede asegurarnos.
Una posición revolucionaria
Lo que ocurrió en Can Vies el año pasado no fue del todo casual ni espontáneo; no lo fueron al menos sus condiciones de posibilidad. No nos referimos solamente al sustrato de los movimientos de los últimos quince años, sino a los «comités de barrio» que surgieron para luchar durante las recientes huelgas generales —y que han actuado también durante otros conflictos—. La posterior deriva de la exaltación y la confusión, a través del 15M, hacia una multiplicación altisonante de asambleas de barrio que no tenían muy claro ni quiénes eran ni qué querían, concluyó por un lado en la dispersión, pero por otro en el deseo de algunas de empezar haciéndonos fuertes ahí, en el barrio. Algunas nos hemos tomado en serio la idea de mantener unidas, en una orientación revolucionaria, las tres dimensiones clásicas de la existencia en Occidente: el guerrero, el monje y el campesino. Dicho de una manera menos arcaica: una fuerza material que nos sostenga y nos permita avanzar, dotarnos de recursos, de medios, de estructuras; una fuerza espiritual que nos permita cantar, teorizar, imaginar; una fuerza guerrera que nos permita defendernos y preparar la ofensiva. Mantener unidas estas dimensiones en una vida común atenta al incremento de su potencia. Partimos de ahí donde habitamos y avanzamos en la colectivización de cada vez más ámbitos de la existencia. Esto exige entrar en la duración, una abertura temporal, un esfuerzo de atención ética, más allá de dogmas morales, para apartar lo que nos ataca y debilita, para dar espacio a lo que nos refuerza. Exige cortocircuitar la dispersión metropolitana y erradicar la informalidad. Un arte de la presencia.
Empezar de a poco y encontrar un ritmo. Lo primero es que todas las vidas aquí podamos sostenernos, el apoyo mutuo. Eso significa, hoy, poner dinero en común, construir juntas, proveernos de espacios de encuentro, de colectivos cooperativos, de saberes, de máquinas, de talleres, de tierras. Cuando vuelves a poner los pies en el suelo parece que todo pierde velocidad. Cansados, después del esfuerzo colectivo, las miradas resuenan con una complicidad salvaje. Algo empieza a abrirse paso hacia la existencia. Grupos de crianza y de autodefensa barrial. Talleres para volver a aprender y poder compartir los oficios útiles para habitar la tierra, herreros, carpinteras, poetas y un largo etcétera. Aprendices de brujo. La revolución, como el amor, también emerge de cierta alquimia, porque la alquimia, la magia, como sabía Empédocles, exige una técnica, una práctica, un aprendizaje. Pensar que la magia es automática y sin esfuerzo es una estupidez que sólo ha podido ser pensada en el interior del nihilismo occidental, que convierte en nada todo lo que toca.
Una evidencia relampaguea ante los ojos de algunas experiencias en el sur de Europa, constituir una fuerza autónoma local y confederarla de alguna manera con el resto de espacios, barrios, comunas. Si la descomposición social en curso ha liberado cantidad de energías, de vidas, de historias que están esperando unirse a un horizonte de potencia, entonces esta potencia tiene que aparecer, hay que poder unirse a ella. Una posición, heredera del área autónoma y del mundo libertario, se está debatiendo para encontrar la manera de superar una invisibilidad, que es producto de la informalidad y la dispersión. Existen varios procesos en marcha, no sólo en el Estado español, que están intentando imaginar una confederación, incluso una Internacional, que pueda fundarse no en la burocracia, sino en los lazos que seamos capaces de crear, en el imaginario que seamos capaces de construir, en los documentos que podamos llegar a debatir, a rebatir, a asumir.
Un arte de la presencia
«Crisis» es para nosotros el quebrantamiento de todo horizonte de seguridad. Incluso para una vida que ya era indigente, incierta, precaria antes de 2010, pero que aun así se sentía asegurada. Si la crisis es una forma de gobierno, al menos desde los años 1970, que va avanzando por fragmentos a través de la tierra, la violenta forma que tomó en el Estado español, ligada al estallido de la burbuja inmobiliaria, destruyendo la ilusión de seguridad de amplias capas de la población, ha acabado minando la dimensión teológica del poder —aquella que otorga protección y seguridad sin hacer propiamente nada—. Lo cual es metafísica y políticamente mucho más relevante, pues ha abierto el horizonte, ha destapado los oídos y ha alimentado una gran hambre de que algo, radicalmente, cambie. La victoria electoral de las nuevas candidaturas no debe preocuparnos demasiado, pues dejarán enseguida de representar cualquier idea de cambio si es que verdaderamente quieren gobernar en los tiempos que vienen.
Para el capitalismo, este último pico de la crisis es la espoleta que ha permitido una descarada intensificación de la guerra en curso. Si es cierto que «toda guerra moderna es una guerra de propaganda», es porque lo que está en juego es la percepción de la realidad, la manipulación de los sentimientos, la aquiescencia de la población, su consentimiento.
Los revolucionarios no podemos pelear en el ámbito de la imagen, de la propaganda, sino subordinándolo al ámbito del tacto, de la presencia: como cuando dos ojos se rozan y se iluminan, como cuando paseamos sumidos en la conversación, como cuando acaricias un animal y sientes la potencia de la tierra, como cuando reímos comiendo juntos en una pausa de las obras del local, como cuando dentro del mar no sabes dónde empiezas tú o termina el mundo, como cuando llegas y ves a los amigos, o estás preparando una acción, o cuando una vez dentro de ella algo brilla en el aire y esa grieta se hace inolvidable. Lo que se nos reclama es un arte de la presencia, no de la presencia como identidad fija, separada, sino de la presencia como apertura,
del dejar aparecer, del hacer resonar, de la atención y del cuidado, mutuo y de uno mismo, un arte de la escucha, del estar-ahí, sin dudar, sin cincuenta cosas en la cabeza, un ritmo que, como un fuego que late entre las ruinas, acoja e incremente nuestra fuerza. ··
Hay que volver a creer
en la oscura potencia terrestre que nos habita
y hay que aprender a volver
a jurar de verdad.